El día de ayer recibí una noticia sumamente triste: una amiga muy querida ha fallecido hace casi tres meses, y
yo recién me enteré. Ustedes dirán, bueno, era una persona adulta, mayor, es la ley de la vida, etc., etc., y es muy comprensible, pero para mí ha sido una noticia devastadora, no sólo porque era mi amiga, porque la quise mucho, ni porque fuera una mujer buena y generosa, como fue en verdad, ni porque sufrió víctima de una enfermedad dura e incapacitante. Me duele más porque fue una madre que se murió de pena.
La historia es corta y sencilla. A Meche la conocí cuando ambas teníamos dos hijos pequeños, éramos jóvenes y nos contábamos las cosas comunes de ese tiempo: cómo curarles el resfrío o la diarrea a nuestros niños, o cómo lidiar con los maridos. Era una mujer muy alegre, entusiasta, siempre con energía y ganas de sonreír. Se dedicaba a su familia y lo hacía con todo su amor. Fue una vecina excelente y una amiga genial. Poco antes de que yo me fuera de la ciudad, ella tuvo un tercer bebé, inesperado pero muy amorosamente recibido, que completó su dicha: Gustavo.
Luego de eso no tuvimos más contacto que alguna visita que hice a Piura en los primeros años, y luego una visita que ella me hizo como 20 años después. La vi rebosante de energía y felicidad, pues sus hijos estaban grandes todos y ella había retomado sus estudios universitarios iniciando una nueva carrera, seguía junto a su esposo, estaba muy dichosa.
Tiempo después me enteré que su hijo, el último, había sido detectado con cáncer y murió al poco tiempo, con sólo 22 años. Yo lo supe algo después, y le escribí. Yo había perdido ya a una hija pequeña, e imaginando cómo se sentiría, quise enviarle mi cariño y condolencias. Ella estaba muy tranquila y serena. Sé por ella misma que sufrió lo indecible, como toda madre que pasa por lo mismo, pero que afrontó su sufrimiento de una manera diferente: ella decidió no llorar. Se encomendó a Dios pero no lloró ni antes, ni durante ni después de la muerte de su hijo. Sin embargo, cuando con el tiempo, alguien le decía que era necesario que volcara su pena y desfogará su dolor, que era lo natural, ella trataba pero ya no encontraba la manera de hacerlo.
Me preocupó mucho algo tan particular, se lo comenté e incluso le hice algunas recomendaciones, pero nada me preparaba para lo que supe después. Un día me encontré con su cuñada, a quien conocía un poco, en un supermercado y me preguntó si sabía de mi amiga. Le pregunté a qué se refería y me contó que mi amiga estaba muy enferma, aunque no me lo había dicho: tenía un mal que le iba quitando el control muscular de su cuerpo, progresivamente, y aunque no tenía un diagnóstico claro, los pronósticos eran terribles. ¿Cuándo comenzó su mal? Poco tiempo después del fallecimiento de su hijo.
El pasado 8 de junio realizó su último post en el FB, pues al día siguiente hubiera sido el cumpleaños de su amado Gus. Se reunió con su hijo tres años después de verlo partir.
A Meche la enfermó la pena que guardó en su corazón, y que se apoderó de ella aún cuando ella ya no quiso seguir haciéndolo así. Ni los médicos en nuestro país y en el exterior, ni todo el amor de su esposo ni el de sus hijos que la necesitaban y amaban pudieron hacer nada.
En sólo dos años se fue una mujer buena como el pan, alegre y entusiasta. Sé que nunca dejó de sonreír ni de tener fe y confiar en Dios, y que sus amigos y familia estuvieron siempre con ella, pues su nobleza fue un imán para muchos, a quienes deja un gran recuerdo de amor, de fe y de entrega a los demás.
Pienso en ella y se me parte el alma de pena, pues creo que podría estar ahora gozando con su familia, si tan sólo hubiera logrado superar ese dolor que le carcomió el corazón. Creo que su historia no debía acabar así. Ella fue muy valiente para soportar su enfermedad, y la admiro, pero creo que en su amor trató de no mostrar su pena, esa profunda que no podía evitar en el fondo de su alma y se obligó a no llorar en lugar de vivir su pena, de gritarla, de arrancarla a pedazos de su alma hasta que un día pudiera verla cara a cara, y aprender a vivir con ella.
Llorar no es de cobardes, es de seres humanos que sufren. Y es parte del mecanismo de la vida, vivir el sufrimiento, para luego dejarlo ir lentamente, hasta que queda en una parte muy importante del corazón, pero... permitiéndonos seguir adelante.
Cuando perdemos un hijo, se lleva al partir todo nuestro amor, el que les dimos y el que seguimos sintiendo por ellos. Quienes nos necesitan son los que están aquí, a nuestro lado, y es por ellos que debemos hacer el esfuerzo de sobrevivir un día a la vez, haciendo que ese amor nos impulse a despertar cada día para luego, poco a poco, volver a aprender... a vivir.
Yo sé que mi querida Meche, luchadora como fue siempre, estaría de acuerdo en ayudarme a hacer esto público para que su historia no se repita, y que me ayudaría sin pudor en esta cruzada para que nadie más cause a sus seres amados, aún sin desearlo, el dolor que nosotros sufrimos, ese que no nos deja vivir y nos hace desear la muerte...
Si su historia le sirve a alguien, su muerte no habrá sido en vano.
Quienes pierden un hijo, no siempre pueden encontrar quien entienda su dolor, su desconcierto, su vacío. Este espacio está a disposición de quienes han pasado por una experiencia así o de quienes deben acompañar a un padre o madre que lo está haciendo. Tal vez mi experiencia y la de mi esposo, al pasar por ese trance, pueda ser útil a otros para darle un sentido a la pena, a la pérdida, y así hallar una salida al final de ese largo y oscuro túnel...
martes, 15 de octubre de 2013
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