Cuando se pierde a un ser querido, el dolor se centra en la ausencia, en el terrible dilema que nos impone la separación definitiva y la imposibilidad de realizar los sueños que se quedan para siempre en el tintero. Nunca más... es lo más terrible que debemos aceptar.
Sin embargo, muchas familias se ven divididas, a veces de forma irremediable, porque al dolor de la muerte se une el de un rencor, un odio, pues consideramos que tal o cual persona tuvo responsabilidad directa o indirecta y es algo que no vamos a perdonarle jamás. Entonces alimentamos ese sentimiento negativo en nuestro interior y lo mantenemos vivo para que nos recuerde que debemos permanecer odiando o sintiendo rencor hacia aquel al que, pase lo que pase, no queremos perdonar, pues lo consideramos causante o responsable de lo sucedido. A la pérdida se suma el rencor por lo que el otro hizo o dejo de hacer, y día a día nos convencemos de que el otro debe pagar (aunque nada podrá jamás resarcirnos por ello (no es cierto?) y vamos por el mundo cargando nuestra pena y el rencor que alimentamos asociado a ella. Personas en esa situación jamás lograrán superar su pena ni volver a la vida.
Y es que lo que sucede con el odio y el rencor es muy particular: va matando lentamente a quien lo siente, sin que nadie pueda evitarlo. Como dice Buda: "Guardar rencor es como tomar veneno y esperar que el otro muera". Por mucho que desees que el otro reconozca su error para que tú puedas recobrar la paz interior, eso no sucederá.
Quienes pierden un hijo, no siempre pueden encontrar quien entienda su dolor, su desconcierto, su vacío. Este espacio está a disposición de quienes han pasado por una experiencia así o de quienes deben acompañar a un padre o madre que lo está haciendo. Tal vez mi experiencia y la de mi esposo, al pasar por ese trance, pueda ser útil a otros para darle un sentido a la pena, a la pérdida, y así hallar una salida al final de ese largo y oscuro túnel...