El día de ayer recibí una noticia sumamente triste: una amiga muy querida ha fallecido hace casi tres meses, y
yo recién me enteré. Ustedes dirán, bueno, era una persona adulta, mayor, es la ley de la vida, etc., etc., y es muy comprensible, pero para mí ha sido una noticia devastadora, no sólo porque era mi amiga, porque la quise mucho, ni porque fuera una mujer buena y generosa, como fue en verdad, ni porque sufrió víctima de una enfermedad dura e incapacitante. Me duele más porque fue una madre que se murió de pena.
La historia es corta y sencilla. A Meche la conocí cuando ambas teníamos dos hijos pequeños, éramos jóvenes y nos contábamos las cosas comunes de ese tiempo: cómo curarles el resfrío o la diarrea a nuestros niños, o cómo lidiar con los maridos. Era una mujer muy alegre, entusiasta, siempre con energía y ganas de sonreír. Se dedicaba a su familia y lo hacía con todo su amor. Fue una vecina excelente y una amiga genial. Poco antes de que yo me fuera de la ciudad, ella tuvo un tercer bebé, inesperado pero muy amorosamente recibido, que completó su dicha: Gustavo.
Luego de eso no tuvimos más contacto que alguna visita que hice a Piura en los primeros años, y luego una visita que ella me hizo como 20 años después. La vi rebosante de energía y felicidad, pues sus hijos estaban grandes todos y ella había retomado sus estudios universitarios iniciando una nueva carrera, seguía junto a su esposo, estaba muy dichosa.
Quienes pierden un hijo, no siempre pueden encontrar quien entienda su dolor, su desconcierto, su vacío. Este espacio está a disposición de quienes han pasado por una experiencia así o de quienes deben acompañar a un padre o madre que lo está haciendo. Tal vez mi experiencia y la de mi esposo, al pasar por ese trance, pueda ser útil a otros para darle un sentido a la pena, a la pérdida, y así hallar una salida al final de ese largo y oscuro túnel...